Como en una conversación cualquiera con ella, aventurarse a un recorrido por El libro de Simona implica tener que abrazar una “brevedad” que no es jamás tal cosa. De entrada, se nos planta un intenso extrañamiento que funciona como primera impresión de lectura. Hay que atravesarlo. Vale el desafío y vale el placer -jamás la pena- experienciar ese momento. La recompensa está ahí.
Los de este volumen son cuentos en los que la filosofía puede desfilar frente a nuestros ojos y presumir haber recuperado, una y otra vez, su gracia y, como si no fuera poco, su risa. Hay también un gran desfile de criaturas monstruosas, que son a la vez inventos parcialmente inofensivos. Al lado de estos, familias extrañas, dotadas, entre otras cosas, de poderes sobrenaturales.
El deleite de sumergirnos en los escenarios en los que estos personajes hacen pie para expresarse está en ese festín de estímulos sensitivos al que tenemos vía libre. El acceso allí es un ascenso al mirador del brillo descriptivo, donde la sintaxis se desnuda, suena verdadera, luce asombrosa, sensual, bañada de enunciaciones musicales.
Así es como aprendí a mirar la forma enrarecida de contar que usa Simona a la hora de escribir. Y brindo por identificar lo mucho que eso se parece a mi privilegiada rutina de escucharla decirme cosas diariamente. Felizmente hay aquí, e incluso también más allá de este libro, una presencia contagiosa, una invitación a trastocar la mirada, un tono mágico… Un amor que desconcierta primero y embriaga después.
Fabricio Jiménez Osorio