Hace masomenos dos años me aparecía en el inicio de facebook una foto de un par de amigas adolescentes, lookeadas con ropa deportiva, posando frente a una pared en la que estaba grafiteada la leyenda: “SER CULISUELTA ME CAMBIÓ LA VIDA”. El recuerdo de Las Culisueltas me trajo nostalgia, sobre todo por ser una banda ya disuelta al igual que su éxito. La primera banda de cumbia villera con vocalistas mujeres, hasta donde sé. Pioneras en ese sentido.
Nunca las había escuchado a fondo, ni las había investigado, y la nostalgia misma funcionó como motor para hacerlo. Ahí descubrí que su formación había sido igual al método que utilizaron para formar a las Spice Girls en los ‘90: un casting impulsado por productores. Pero lo más importante fue descubrir que ellas no tan solo habían sido precursoras como banda de mujeres cisgénero, sino que entre sus integrantes estaba Mayu, una chica trans, que hacía de dj del grupo. “¡Qué geniales Las Culisueltas!”, me dije, y emprendí una apasionada búsqueda de entrevistas y actuaciones suyas en youtube.
¡Eran bravas las Culisueltas!, chicas de mucho carácter, y que se sabían defender muy bien del público malicioso y de la prensa maliciosa, que no solo arremetía contra ellas desde el cuestionamiento hacia la legitimidad de su propuesta musical, sino que aplicaba sobre Mayu el típico reduccionismo biologicista con el que joden a las travas dentro y fuera de los medios: “ella tiene pito, no es como ustedes, es un puto loco”. Sus compañeras siempre la defendieron a muerte a Mayu: “Ella es una mujer igual que cualquiera de nosotras”, decía Kitty en alguna entrevista a raíz de un ataque transfóbico sufrido en una de sus visitas a Perú. Mayu, por su parte, a la hora de tomar la palabra y autodefinirse, marcaba claramente la diferencia con sus compañeras: “soy transexual”, afirmaba.
“SER CULISUELTA ME CAMBIÓ LA VIDA” me quedaba resonando. No era solo una frase llena de vitalidad y belleza.
También representaba una auténtica reivindicación del ser villera y cumbiera. Vivíamos en un mundo en el que ese género no gozaba, desde su origen, de estar exento de machismo. En ese sentido, las letras de ellas cantaban casi como un manifiesto. Decían: “me dicen la culisuelta, llego a mi casa cuando sale el sol.” También cantaban: “te la hago corta, no me des vuelta, pagate un trago y pinta el descontrol.” Exponían una rebeldía tal que el rock o el punk se quedaban bastante cortos. Los medios hegemónicos utilizan discursos de revictimización en casos de femicidio.
Por ejemplo, dicen: “salía de noche”, “tenía tres cuentas de Facebook” o “no había terminado el secundario.”
Las Culisueltas expusieron esto con orgullo.
Tampoco se salvaron de ser cuestionadas desde lo físico, porque eran chicas reales, de talles reales, gorditas, morochas, y sin ánimos de disfrazarse ni adaptarse a ninguna convención opresora para ingresar a escenarios, copar bailantas, salir en la tele, hacer giras internacionales, y cosechar miles y miles de fans.
Hasta ese entonces solo podía dimensionar la carga política del concepto orgullo aplicado a la comunidad LGTB, gracias a la famosa frase de Carlos Jáuregui: “en una sociedad que nos educa para la vergüenza, el orgullo es una respuesta política”. Y el orgullo planteado así, como respuesta política antitética de la vergüenza, tiene que ver mucho con la insurrección, y algún punto también con la irreverencia.
No mucho tiempo después, mientras editábamos para Gato Gordo Ediciones el libro “Hornos”, Ana Hynes me ponía en conocimiento de todo un universo de orgullos relacionados a diferentes temas tabú, como por ejemplo el orgullo cannábico, el orgullo lesbiano, entre otros. Más tarde descubrí el orgullo seropositivo, el orgullo abortista, y el orgullo de ser trabajadora sexual. Hasta ese entonces, mi amiga Simona aún no me había regalado para mi cumpleaños el libro de Adrián Melo: “Antología del Culo, textos de Placer Anal y Orgullo Pasivo”. ¡Existía un “orgullo pasivo” también y yo no lo sabía!
Como puto y marica que soy, y gracias al impacto de esa identidad en mi historia personal, no me costaba para nada entender ni el fundamento ni la necesidad para la flameante bandera minoritaria del orgullo pasivo. Porque ser pasivo no tiene nada que ver con ser inactivo. Ser pasivo, además, es mucho más que un rol y una performance a la hora del sexo. Es una honesta posición tomada frente al sexo mismo. Y defender la pasividad como práctica tiene implicancias muchas veces maravillosas, y otras tantas, siniestras. Con esto último me refiero a que claramente no es ese “chongo activo cero pluma cero ambiente”, o ese que “no se le nota nada”, el prototipo de víctima para un crimen de odio.
Se asesina a la marica más floripondia y pasiva de todas. Cuando no se la asesina, se la pretende humillar desde su propia práctica corporal. Se actúa como si ella fuera merecedora de connotaciones peyorativas. Estas connotaciones establecen erróneas y cavernícolas sinonimias entre el sexo anal y diversas formas de tortura y humillación. Por ejemplo, se dice: “el presidente nos está culiando de parados a todos”. También se dice: “ayer me metieron la goma”.
O: “boca le rompió el orto a river”. Otra es: “que hagan lo que quieran con su culo, pero por favor, que alguien piense en los niños”. De esa manera, el orgullo pasivo agarra el insulto y lo resignifica. Luego, lo transforma en reivindicación. “Sí, mi amor, soy muy pasivo, me encanta serlo”. “Y vos desde la vereda del frente, con esa colita llena de curiosidad, no sabés lo que te estás perdiendo”.
Ahí fue cuando, en una mateada con mi amigo Pato, sustituimos el “culisuelta” por “pasivo”, y quedó un “Ser pasivo me cambió la vida”, que mucho no nos cerraba. Sentíamos que era necesario redoblar la apuesta, mariconear ese enunciado al máximo para darle más sentido, más brillo, rebeldía y contundencia. “Ser pasiva me cambió la vida” no podía despertarnos otra cosa que sonrisas y más sonrisas, y quedó así.
Cuando se lo comentamos a Simona y le planteamos nuestro delirio de grafitear todas las paredes blancas de Tucumán con esa leyenda, sus ojos se iluminaron y pensó en un libro de inmediato. Su propuesta fue convocar a escritores a escribir en relación al sexo anal y armar una pequeña antología de distribución gratuita en la Marcha del Orgullo del 2016. No pudo ser, no hubo tiempo, no hubo dinero, no hubo tinta ni resmas, y el proyecto quedó ahí. Quedó latente. Concretarlo implicó impulsar a otrxs a la creación.
Nuestra antología Ser pasiva me cambió la vida, a diferencia de la de Adrián Melo, no tuvo la intención de recopilar fragmentos sobre placer anal en la literatura universal. Nosotrxs quisimos agitar y generar ese enfoque en la literatura tucumana: darles voces, volumen, visibilidad, divulgación y, sobre todo, expansión. Buscamos proponer desde el arte al orgullo pasivo y al placer anal como temas de debate. Que estos, desde la disrupción, sacudan nuestra propia literatura para desestructurarla y desacralizarla.
Por otro lado, mientras que la antología de Adrián Melo hace hincapié en la literatura gay exclusivamente, para nosotrxs es importante abrir el tema en cuestión hacia otras subjetividades más allá de la gay, y por eso aparte de autores gays, también convocamos a autoras mujeres, e incluso a autores bisexuales. Como resultado de eso, a nuestro tema eje se le fueron ramificando otras temáticas, como el sexo de los animales, como el VIH, los rituales de bidet, el ser pasiva como forma de dominación, etc.
A decir verdad, desconocemos la existencia de antecedentes literarios que aborden el tema de nuestra antología en el ámbito local. Para empezar a crearla fue necesario tomar en cuenta varios aspectos. Al tratarse de un tema muy probablemente inexplorado en la literatura tucumana, era cantado que nos íbamos a enfrentar con resistencias de muchxs autorxs.
Y eso, lejos de tener que desanimarnos, nos tendría que motivar a la reflexión. ¿Quiénes escribirían para un proyecto de estas características? ¿Por qué lo harían? ¿Desde qué lugar lo harían? ¿Para aportar qué? ¿Bajo qué tipo de inquietudes? ¿Y planteando qué tipo de condiciones?
Considerábamos que la convocatoria no debía abrirse en una primera instancia. Con ello, asegurábamos que la primera edición sirviera de estímulo para hacernos cargo de la pasividad a través de la palabra. El proyecto de antología temática “Ser pasiva me cambió la vida” va más allá de esta edición inicial. Está en nuestro deseo y en nuestros propósitos seguirla impulsando en futuras ediciones ampliadas y con nuevxs autorxs. En esta oportunidad, esxs no se animaron, o no llegaron, o no se sintieron convencidxs. Algunos no entendieron la propuesta, mientras que otros la entendieron y no estuvieron de acuerdo. Pero luego cambiaron de opinión…
En fin. La antología en sí, y su materialización en forma de libro impreso, es una apuesta, pero también una nueva exploración, y también una celebración literaria de la disidencia, y también una invitación, y un sacudón, y un chape dulce e irrepetible, pero es sobre todo, una loca desfachatada y divertida que tiene las piernas abiertas y está con muchas ganas de ser leída y escrita, y vuelta a leer y vuelta a escribir, y de nuevo y así hasta no dar más, y acabar explosivamente en la cara de cualquier conservadurismo, fundamentalmente en el propio.
Fabricio Jiménez Osorio
15 de mayo, 2017
Portada: Obra de Guille Anachuri en collage.