El sustrato del humor de Luciano Mónaco (Churrichimi) lleva en parte los buenos discos del punk-rock argentino de comienzos de los 90 y, por consiguiente, el halo de los sórdidos antros en donde tocaban aquellas bandas como 2 minutos, Flema o Cadena Perpetua. Una de las formas de hacer humor de Churrichimi es su aspereza, que no refrena lo marginal, decadente o trágico. A veces, incluso roza lo siniestro de la condición humana. Con ese gesto, sacude las cáscaras de la corrección política. El autor pertenece a una generación donde el humor era más polémico, soez y naturalista. Pasaba de la oscuridad a la luz, y viceversa, sin temor.
Todo este programa estético brillo-luctuoso del humor se traspola a la literatura de Mónaco. El libro de Churrichimi se compone de dos cuentos, que con un lenguaje depurado, para nada ostentoso, pero tampoco llano, e incluso con algunos remansos cercanos a la lírica, el autor le da vida a sus humanoides. El sexo, las drogas, lo absurdo, el terror como tópicos de las gráficas de Mónaco también aparecen en su literatura.
En el primer relato, Medusa, dos estudiantes universitarios comparten un departamento. Uno es más aplicado y mesurado, el otro busca drogas y evasión. Este último encuentra en su vecina, de vida misteriosa y alternativa, una compañera perfecta de aventuras. Las páginas mixturan sordidez y heroísmo, atrapando al lector mientras se construyen los personajes y los ambientes. De ese modo, resuenan ecos de la estética de Mariana Enríquez, con relatos en barrios periféricos de los años 90. Sin embargo, el uso del humor aparece a través de marcas generacionales de consumos culturales.
“La cosa es que me convida esa cosa y quedé duro como una piedra.
—No sabés, siento que ahora entiendo todas las letras de Los redondos.
—Eso es porque siempre escuchaste grupo Karicias, que no usan mucho el doble sentido y la metáfora.”
Personajes como Pirincho y Salpicón, amigos de Claudio, uno de los estudiantes que se convierte en dealer, nos recuerda un poco a Pelotincho, aquel célebre personaje de Churrichimi, pero aquellos como una contracara más popular o “rollinga”.
En el segundo y último cuento, La visita, mediante un gran dominio del suspenso, el relato se enmarca en una zona rural y humilde. Una mujer es asistida por una señora de campo. Aparentemente está enferma, pero en su vientre guarda la monstruosidad que recién se revelaría sobre el final; por lo cual a medida que leemos estamos atravesados por el asma de lo siniestro:
“… Mientras tenía en la oreja el teléfono y daba el tono de llamada, las luciérnagas volaban encendiendo y apagando la luz verde, coincidiendo con la intermitencia del tono de la llamada. Atendió el contestador automático y cortó. Del cerro del frente, apenas distinguible, cayó un pedazo hacia el río que chapotéo y salpicó. El olor de las algas del río avanzó más con la noche e Ivana se llenó los pulmones con él. Después dio vuelta y retornó a la casa. Por la calle de tierra avanzaba un Duna rojo con las luces apagadas. Su padre venía al volante, medio encorvado. Paso de largo frente a ella.”
Esa agitación que despierta nuestras zonas oscuras es uno de los objetivos de estos contundentes relatos, y se logra por el manejo equilibrado del suspenso de un Churrichimi que no le queda grande el saco de las letras cuando decide dejar reposar el dibujo para naufragar las zonas de la descripción, la alusión y la elipsis literaria.