Por Claudio Rojo Cesca
Quizá porque todavía se nos enseña a ser obedientes y culposos ante ciertos poderes, se tiende a sostener formas que hacen de la sumisión un lugar deseable desde donde camuflar el desencanto y sacar la cabeza por la ventanilla para tomar aire y ver qué regalos depara el paisaje.
Comenzó a notarse, cuando los ecos de lo sucedido tras la performance de las activistas de Socorro Rosa asomaron por Santiago del Estero, que hay maneras de sacudir algo que a veces nos tentamos a creer extinto: el Ogro Inquisidor, con su puño de acero, devenido ahora en botón de Like, y su tiranía súbitamente desencadenada. Ese Ogro que cree ser dueño del camino, la ventanilla del auto, el auto y, al parecer, el paisaje.
Se expuso, en redes sociales y también en ámbitos más próximos, una notable polimerización de odio santificable en la ranura donde se troquela el pacto social. Algo tan básico como soportar al otro (y con ello, lo Otro), la pluralidad de voces, sus espacios en la diferencia. ¿Por qué repudiar con virulencia lo escenificado (aclaración: por un grupo de mujeres) en una fecha particular, sin amenazar la integridad de sus seguidores? Planteo que este asunto puede abordarse más allá del suceso crítico de la performance, que algunos juzgarán como artístico y otros no.
Mientras pasaban las horas, quienes valoran la libertad de expresión tuvieron que enfrentar noticias de escrache, amenazas, pedidos de destitución y demandas de castigo. Se dirigieron no solo a Socorro Rosa, sino a la mujer que el colectivo indignado quiso incluir en la bolsa del “no nos representan”. Esto llama la atención. En las marchas del 8M se exige, entre otras cosas, el cese de la violencia de género en todas sus formas.
El problema es lo que Socorro Rosa puso de relieve: algunos sectores sostienen sus símbolos incluso si destruyen al otro, arriesgando vidas y aspiraciones. Es un umbral complicadísimo: servirse de una suerte de burocracia del odio para gestionar el silencio de artistas, estudiosxs y militantes. El temor reverencial a las imágenes sacralizadas, mediante un efecto de transitividad garantizado por el brazo armado y vigilante del escándalo, intenta promover el miedo a decir lo que nos pasa. También busca impedir que nos apropiemos de nuestro lugar en la escena pública y ejerzamos nuestro derecho a disentir.
El arte, por suerte, tendrá siempre esa vocación de transliterar el malestar, una operación simbólica que hace soportable todo cuanto la falta nos echa en cara, a modo de revancha, cuando no asumimos la hegemonía como el único camino posible. Amedrentar las voces disidentes evidencia retroceso cultural; revela un sistema en el que femicidios, acoso, abuso sexual y violencia se excluyen del repudio público. La defensa de la libertad de expresión, haya acuerdo o no en los formatos y lenguajes, debiera ser un estandarte en tiempos de persecución y vigilancia.
El mundo virtual crea la ilusión de irresponsabilidad en un posteo y alimenta el parapolicía interno, un duende fascista que supera lo previsto. Entre los espejos y verdades que elegimos, emerge un reflejo ciego y enfermo que desata al parapolicía bruto y luego se desentiende. Se pierde de vista que la persecución a estas mujeres forma parte de un mismo tracto de violencia. Reproduce la aventura catabólica que se vive en la sopa cultural. Al fin y al cabo, el odio cambia las caretas, pero adapta su manera de investir al mundo. Así convierte las circunstancias en su permanente jardín de juego.
NNegar el puente entre una cosa y otra también supone ejercer aquella violencia, aunque más no sea desde el opaco fuego de la corrección política. Seguimos legitimados, incluso hoy, para echar toda la leña que haga falta a los pies atados de la libertad de nombrar, como mejor se pueda, la igualdad por la que se lucha. Se presenta ocasión para exponer la cuestión y defender quienes problematizan el malestar en un marco de libertad, de la que todos somos acreedores. Ojalá la sepamos aprovechar, y el Ogro Inquisidor, por fin, se aparte de todos los espejos.