Verano del 96. Día cuatro de vacaciones. Tengo siete años y vine a Mar del Plata con mi papá, mi mamá, y mis dos hermanos. Estamos en la gruta de Lourdes. Es un lugar hermoso, lleno de silencio. La combinación de rocas, flores y madera a nuestro alrededor me parece muy bonita. El día está soleado. Debe ser martes o miércoles. Ponerme a rezar en este momento me da fiaca, debo confesarlo. Quiero conectarme con la virgen mediante alguna otra vía que evada la oración, porque deseo hacerlo desde el corazón y sin sacrificar nada. Todavía no soy ateo, ni siquiera soy gay, o quizás sí y me aterroriza asumirlo. Todavía me gusta pensar que cuando sea grande voy a ser cura ¡Porque la estética clerical es tan hipnótica! Y esta gruta en donde estoy solamente me transmite paz, mucha paz.
Recién una señora me confundió con una niña y yo no me enojé, más bien me asombré. El que se enojó fue mi papá. Pero a él le gusta que yo use pelo largo, no sé por qué le gusta tanto ajustar mi apariencia a la medida de su deseo. El que usaba pelo largo era Jesús, aunque él se lo dejaba mucho más largo que yo, y le quedaba hermoso. A él no se lo iban a impedir en la escuela a diferencia de mí. Su madre, la virgen que está petrificada frente a mí, tiene pestañas largas como yo. La miro fijo desde abajo, esperando alguna respuesta de su parte. Lo único que hace es brindar agua bendita permanentemente, como un cuentagotas automático e inagotable. A la gente le encanta, y hacen fila para mojarse un poquito ahí, bajo la señal de la cruz. Es un agua muy especial que brota mágicamente y tiene el milagroso poder de sanar enfermedades. Se la vende en botellas pequeñas y medianas con forma de virgen. Le voy a pedir a mi mamá que me compre una. Pero ahora no porque está arrodillada rezando, y está muy metida en eso, no la quiero interrumpir.
Como mi hermana no reza le pido que vayamos juntos arriba. Subimos una escalera cubierta de placas firmadas por fieles que agradecen los milagros de la virgen de Lourdes. Hay infinidad de placas hacia cualquier lado donde uno mire. Yo me quedo leyendo una y mi hermana se adelanta porque quiere seguir el camino de la crucifixión. Se trata de una larga pared que te va contando toda esa historia cuadro por cuadro. Dejo de leer y me percato que he perdido de vista a mi hermana y no sé hacia dónde ir para volver o para salir. Igualmente me siento a salvo porque hasta ahora Dios es mi guía. Es una sensación muy balsámica que se localiza entre medio de mis dos cejas. Camino por fuera del circuito abierto al público y hago un desvío hacia un hermoso jardín, detrás del cual parece haber una casa pequeña. Seguramente si voy hacia ahí me van a ayudar a encontrar a mi familia. Me asomo hacia la ventana sin saber que estoy a punto de ver la escena más shockeante de toda mi vida.
Detrás del vidrio de la ventana hay una cortina traslúcida a través de la cual logro ver a una monja visiblemente nerviosa, desplegando ademanes exagerados y gesticulando histriónicamente. No escucho nada como para saber qué dice. Las otras tres monjas que están con ella están quietas mirándola, con cara de susto. Me doy cuenta que es un dormitorio porque hay una cama de dos plazas en el centro. Las monjas rodean a dicha cama. Lo que tiembla bajo una sábana blanca es un bulto pequeño, que no entiendo qué es. Me da miedo lo que veo, porque siento que esas monjas están ocultando algo peligroso y que se les está por salir de control. No sé si quiero saber qué es ese bulto pequeño que tiembla bajo las sabanas. Inmediatamente me autoconvenzo de que se trata de una criatura invisible y sobrenatural, que no desea estar ahí secuestrado por ellas, y por eso tiembla de esa forma incontrolable. Hago un ruido sin querer y la monja enojada me descubre y se acerca a mí. Ahí es cuando salgo a correr despavorido y me choco de frente contra la barriga de mi papá. “Te estábamos buscando, hijo. Estás pálido”, me dice. “¿Nos vamos?”, le ruego.
En el camino le cuento todo. “Vi que tenían algo tapado sobre una cama y temblaba, te lo juro por Dios y la Virgen”. “Era Jesús, no tenés que asustarte”, me dice él, y no abordamos más ese asunto durante años y décadas. De acuerdo a esa incomprensible respuesta de mi papá, las monjas tienen escondido del público a su padre y esposo, es decir, al mecías. Si está tapado sobre una cama seguro es que lo tienen desnudo contra su voluntad y tiembla de vergüenza, o tal vez de frío. Esto ya no me lo asegura mi papá, así que es un agregado de mi imaginación para completar esa historia que no cierra por su bache tan profundo. Obviamente ni yo me lo creo. Con el tiempo lo descreo cada vez más. Sin embargo, no deja de parecerme una escena inexplicable. Una escena sin coherencia para mi normalidad de niño de siete años. Quizás en el detrás de escena de cada iglesia sea absolutamente cotidiano tener tapada bajo una sabana a una figura pequeña y temblorosa. Lo cierto es que tuve que transgredir el circuito para ser testigo de aquel misterio.
Es la primera vez que cuento haber visto eso. Puedo asegurar que ya me siento mejor. A la gruta de Lourdes vamos a seguir yendo hasta que yo deje de creer. Tiempo más tarde, algo así como tres años después, me entero por un noticiero que la Virgen de Lourdes amaneció una mañana bañada en materia fecal y no se detectaron culpables del hecho. Desde entonces pusieron seguridad alrededor de la gruta. Aunque no llegué a ser testigo de ese atentado, a mí no me saca nadie de la cabeza que quien lo hizo fue aquella criatura invisible que las monjas tenían prisionera bajo una sábana. Siento esa sospecha dentro de mi corazón y me enternece. Estoy seguro que nos hubiéramos hecho muy buenos amigos, y le hubiera sugerido que, en lugar de bañar en materia fecal a la virgen, incendiáramos toda la gruta .