Por la ventana un lapacho de copa rosada movía sombras sobre una larga pared apenas blanca y a mí me resultaba lo más absoluto desde la cama con un colchón de papel y una aguja clavada a mis venas en la sala de oncología entre personas al borde de la muerte. Algunas personas querían cruzar esa línea de una vez por todas y acabar con la agonía como don Moyano que con su cáncer en todo el cuello se prendía un pucho todas las noches en su cama. Otras, en cambio, con un camino más corto en el dolor, buscaban aferrarse al más aquí de ese borde. Por último estaban las que no sabían dónde estaban. Yo era de rosa lapacho.
Una paloma detenía el tiempo en sus alas suspendiendo todo suceder. La observaba desde mi silla de ruedas que mi mamá de setenta y ocho años en aquel entonces empujaba hasta el patio interno de cemento del hospital en donde hierros rotos y chatarra de aparatos eran amontonados en un olvido completo. Puchos en el piso. De seguro alguno debería ser de don Moyano. La vida ya no transcurría; la vida era algo más que tiempo, o sucesión, y toda acción, cualquiera que fuese distinta a la de flotar o planear parecía carecer de sentido trascendente. Paradoja: trascender era no buscar trascender.
“Tenía miedo de salir. Salir al mundo que podía matarme de un hongo, un resfrió, una bacteria; salir al mundo como portador. Para siempre portador.”
El sol traspasaba todo mi cuerpo calentándome la sangre transformando mi ser en una llamarada de energía proveniente del antiguo Big Bang, convenciéndome de mi inevitable expansión en el Universo luego de que a una abuela deshidratada y anémica la embalaran con bolsas de consorcio negra frente a mis ojos y fuera arrojada quién sabe dónde, luego de que la sacaran de la guardia. Mientras, en el shock room una familia completa gritaba desgarrada por que el asesino de su hijo diez años después, mató al otro hermano que quedaba de una puñalada. ¿Qué era trascender?
Tres semanas y media internado en la sala de infectología, del que el más macabro y escatológico de los relatos no podría describir. Y el día que me dieron de alta -con la intención de que mi estadio de síndrome de inmunodeficiencia no se complicara con virus intrahospitalarios-; tenía miedo de salir. Salir al mundo que podía matarme de un hongo, un resfrió, una bacteria; salir al mundo como portador. Para siempre portador.
“Es que no había otra respuesta en mí que no fuera furia y bronca, y autorealización para poder sobrellevar heridas físicas, materiales, psíquicas.”
Un año después, dos meses internado en oncología porque el Sarcoma de Kaposi me había tomado las piernas y casi pierdo tres dedos del pie; tenía miedo nuevamente de salir. De salir y de que algo dentro de cinco minutos me hiciera algo. Ese día un amigo me ayudó con su camioneta a cargar libros de auto ayuda, revistas, apuntes de lingüísticas, una silla playera, colchas, sábanas, papel higiénico, desinfectantes, un ventilador, bolsas de remedios, en fin, bártulos hospitalarios. Al salir, me sentí verdaderamente encerrado dos meses. Al sacar mi cara por la ventanilla y el sol, y planear, y el Big Bang y trascender, sentí sesenta días de nosocomio. Estaba afuera, nuevamente afuera. Y al volver a mi habitación y estar por fin en mi cama, en mi casa, con mis cosas, aún me sentía afuera. Vulnerable a esos cinco minutos que vendrían después. Que podría ser fiebre, que podría ser diarrea, que podría ser vómitos, que podría ser que mis riñones volvieran a dejar de funcionar, que mis piernas volvieran a inflamarse hasta parecer de nuevo un sapo. Todo en los próximos cinco minutos, la señora embalada en bolsa de consorcio, planear, el Big Bang y volver a la pregunta de qué es trascender.
“Tengo muchas conquistas, sobreviví a lo que muchas personas no.”
Día a día, un día a la vez como me dijo mi amiga, esclerótica y escritora; fui recuperando fuerzas mientras me quedaba sin pelo, sin cejas, sin piel, quimio a quimio. Un día a la vez iba olvidando el dolor del cáncer en mis piernas que solo la morfina había podido contener. Un día a la vez iba dejando el andador. No sin antes ponerle luces de led azul en las patas, usar medias bien gruesas –porque las zapatillas no me andaban- e ir al cine. No sin antes explorar el mundo en andador. Porque hay un mundo distinto para cada limitación. Un mundo que solo perciben los limitados. Dado que el mundo unívoco, ideal, ese que proviene del ser esencialista, está hecho a imagen y semejanza de los ilimitados. De aquellos cuyas capacidades no son las especiales. Un día a la vez se van dando cuenta que ese sujeto estándar es solo una representación, una imagen, una semejanza. Se asemeja a algo que es un constructo. Paradoja: imponerle esencia a algo construido. Un día a la vez volví a rendir una materia en la Facultad. Un día a la vez volví a nadar más de dos mil quinientos metros en una hora y media. Un día a la vez envuelto en temporalidades y en la pregunta sobre qué es lo trascendente.

Un día a la vez adquirí tanta fuerza que creí ser Superman. Me olvide nuevamente del cuerpo y creí volver al punto anterior al quiebre. Hasta anoche, hasta anoche que me metieron la mano a través de mil muros de autoconfianza y autorealización y autoconstrucción y auto… Es que no había otra respuesta en mí que no fuera furia y bronca, y autorealización para poder sobrellevar heridas físicas, materiales, psíquicas. Imágenes que vuelven como el atropello de un camión a mi cerebro. Porque sé que esto le está pasando a alguien en este mismo momento y es evitable. Porque es mucha la bronca como para que el texto sea bueno y me detenga a pensar en su estructura, o en la mía. Pero el dolor está, no se ha ido, convivo con él. Quisiera que me soltara. Ya me soltó el miedo, pero el dolor no. Entonces busco la cura. En ese camino me entrampo muchas veces. Y otras encuentro salidas que incluso parecieran ayudar a otras personas.
Tengo muchas conquistas, sobreviví a lo que muchas personas no. Pero anoche me vi vulnerable y hoy me alegro de ver ese símbolo amarillo de peligro sobre la pared de ese ser idealista y esencialista al que pareciera que siempre quiero volver como si alguna vez hubiera existido cosa alguna en el mundo. Gracias a quienes me tienden la mano para seguir reconstruyéndome con lo que cada persona me obsequia. Gracias por brindarme fuerzas, por acompañarme quienes me acompañan. Gracias a quienes se unen en este camino laberíntico de construirnos desde uno y con los demás; desde lo que verdaderamente somos. Sin representaciones, sin modelos totalitarios a seguir. Siempre luchando por construir libertad. Gracias.