[vc_row][vc_column][vc_column_text]En El Ángel, Asociación Argentina de Lectura, 1994.
El sol ha venido fuerte este verano. Tanto, que existe la impresión que enero empezó en septiembre, ante un invierno cada vez más corto. Después del mediodía, ni perros ni vagabundos se animan en las calles. Siesta y brasa cuando Joaquín Bustos regresa de la Compañía de Seguros “La Universal”, lunes a viernes, siete a catorce. A las catorce treinta ha bajado del ómnibus en la misma esquina de Chacabuco y Avenida Roca, y si no fuera por el largo y sucio muro del Ferrocarril que divide un sector de la ciudad, en dos pasos estaría en su casa. Pero tiene que caminar hasta Nueve de Julio, por avenida; llegar a Florida y retroceder. Inútil vuelta que detesta. Hoy más que nunca, porque está derretido y sin aliento, pero es un héroe: soporta valiente, saco y corbata exigidos por la empresa. Cada metro que camina, un tormento. Cada baldosa, una agonía. Pero llega y al abrir la puerta, la costumbre no le deja percibir el olor constante de acuarelas, óleo o témpera. Porque las costumbres producen ese resultado: vuelven lo más visible, invisible; lo más oloroso, inodoro. Las costumbres anestesian las miradas. Pero allí está su vida intensa, casi con vocación de secreto, porque Joaquín Bustos no es de los que desaprovechan las horas libres: pinta paisajes, hace retratos por encargo -que odia, pero le dejan unos pesos más- y esconde escrupulosamente sus devaneos abstractos por temor de no ser entendido.
A ese cuerpo delgado, intrascendente, al que traje y corbata le otorgan cierta importancia, le pone pantalón pijama; y a su pecho descubierto y sin vellos, nada. Descalzo, acomoda con rapidez algunos de los muchos cuadros que han quedado desprolijamente ubicados desde la noche anterior: una posible clienta, delirante de paisajes según ella, ha revuelto su atelier, sin llevar nada. Ha quedado en volver, pero Joaquín Bustos conoce de memoria el “mañana vuelvo” de cierta gente.
De la heladera saca un tomate que partirá en dos como siempre para, después, rociarlo con aceite, orégano, sal de apio por la hipertensión y dos huevos duros. Como almuerzo le basta y sobra, ya que, en verano, por lo general, no tiene apetito.
Aunque no es su costumbre a esa hora, siente deseos de abrir la ventana que da a la calle y hacia la planta de naranja que desparrama su sombra circular y casi inútil, porque en enero no hay sombras que alcancen; no hay sombras que apaguen la llamarada infinita y prepotente de la siesta tucumana. Paisajes y rostros contenidos por marcos, van recuperando el orden, lentamente. Pero ya no puede frenar el deseo de caminar hacía la ventana y abrirla de una buena vez y es en ese momento cuando recuerda a su madre que solía decirle: “Si has de abrir una ventana donde asomarán tus ojos, cierra antes tus ojos”. Y los cierra un instante. El instante necesario y suficiente para que al abrirlos encuentre muy cerca otros jóvenes, rápidos, viriles. Es un abismo en el que no puede evitar caer. Es un instante y lo eterno. En suma, dos instantes, que es decir dos eternidades. No piensa en esos momentos en que toda conquista es una derrota. Y ya no le importa enero ni el sol que lo sostiene. Es la invasión de un sentimiento que no alcanza a definir, es una ráfaga de nostalgia porque ya no seguirá viviendo la esperanza de esperar: ha llegado.
El Ángel pasó. Era la primera vez que entraba a la casa del artista. En el pequeño departamento, la cocina estaba junto a todo, pegada a la pieza que era atelier y dormitorio. Una cortina pesada y azul separaba la cama del lugar de trabajo. Enteramente corrida, el lugar para dormir quedaba aislado; ahora no.
—Sentate aquí, vas a estar más cómodo. De paso vas a tener más Aire, aunque con este calor no hay ventilador que sirva ¿no te parece?… Y eso que es de pie. Me lo regaló mamá un par de años antes de morir. Ponete cómodo; hacé de cuenta que estás en tu casa. Podés sacarte las zapatillas si querés, total…
Joaquín Bustos fue hacia la heladera en busca de cerveza. Cuando regresó con bandeja, botella, vaso, pan y queso picado, el Ángel ya se había levantado del sillón: sigiloso, veloz, había volcado su cuerpo fuerte en la cama, y con las manos en la nuca y la camisa desprendida hasta el último botón, miraba absorto el retrato de una jovencita.
—¿Te gusta? Está terminado y pagado; no entiendo por qué no lo vienen a retirar. La gente es así, primero están apurados y lo quieren de un día para el otro como si uno fuera mago con los pinceles y después no aparecen más. Voy a tener que llevárselo personalmente. Es la hija de Núñez, el Comisario. Creo que este retrato es una de las pocas pinturas mías que me conforman. Tomá, antes de que se caliente.
Joaquín arrimó la silla a la cama y, sentado con las rodillas juntas puso sobre sus piernas la bandeja. Llenó los dos vasos. El Ángel, sediento, bebió y al devolverle el vaso nuevamente hasta el borde, Joaquín sintió que su mano rozaba la del invitado. Fue como un temblor. Un roce tibio y alarmante en la punta de los dedos. Un golpe en la sangre ante la proximidad de la piel ajena y esperada. El Ángel sonrió apenas y pronto se incorporó para acomodar mejor el ventilador y mover el selector de velocidad que todavía aguantaba un poco más. Después cerró la ventana y los postigos.
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