En Así es mamá, Seix Barral, 1996.
Nuevamente marcharte; por el calor, mantienes en penumbra el cuarto fragante a agua de Colonia en donde estás sentado. Piensas que el fugaz aguacero del mediodía aumentó la pesadez de la siesta en vez de atenuarla. Con las persianas cerradas me ahogo, si las subo, el cuarto se llena de moscas, un enjambre, a causa de que arrojan desperdicios de comida en la acequia. Gente sucia y ruidosa: desde que amanece con la radio a todo volumen.
Por las noches, que son igualmente sofocantes, acostumbras a tender una estera de junco en la galería y acostarte allí con el torso desnudo, en pantalón de pijama. Soplaba un poco de aire fresco pero el silbato de los trenes y los zancudos me impidieron descansar. Andrés, en cambio, parecía dormir profundamente. Debo irme de aquí lo antes posible. Hoy mismo. Será mejor para ella, para mí.
Sentado en una silla de hamaca te refrescas la frente y las sienes con un pañuelo humedecido en agua de Colonia mientras oyes afuera, en el patio, el ruido acompasado de una máquina de coser. Voy a extrañarte mucho, Estela. A vos también, minino adorado.
Manos criminales, por detrás de la verja del jardín, cortaban las mejores flores, apedreaban al gato. Tienes la impresión de estar rodeado de enemigos. Si paseas por el barrio, únicamente tropiezas con rostros desagradables, hostiles o burlones. A menudo das un rodeo para evitar aquellas esquinas donde se reúnen los muchachos de tu edad, y tu aparición en alguna confitería provoca el revuelo de los parroquianos, que por un momento dejan de jugar a los dados, o al billar. ¿Qué culpa tengo de parecerme a Estela? Su mismo pelo, su misma manera de andar. Pelo de mujercita, decían en el colegio. Más se quisieran esos chinos crinudos.
A excepción del chalet en que vives, las demás casas del lugar sólo tienen una pieza de material que da a la calle, seguida de otras construcciones precarias de madera y de lona. El aspecto del vecindario te deprime, las mujeres cocinan en braseros, a la sombra de un árbol, o lavan la ropa que ponen a secar sobre chapas de zinc; chicos mugrientos juegan a la pelota en un baldío, o se bañan en la acequia de aguas pestilentes; los hombres arreglan sus bicicletas, oyen la radio, beben vino en abundancia.
Piensas que la hostilidad de la gente se debe, en gran parte, a un sentimiento de envidia: tu vivienda es la única decente en ese barrio donde los conocen como “los mellizos del chalet”. Al igual que tu hermana, no saludas a los vecinos y adoptas una actitud desdeñosa cuando te ves obligado a rozarte con ellos en el almacén. Ahora, que pavimentaron la avenida, confías en que mejorará la fisonomía del lugar. Será una suerte para el hijo de Estela, piensas.
A causa del insomnio tienes los párpados enrojecidos, sombras violáceas en las ojeras. Por una revista de las que lee Estela te has enterado de que las compresas de té frío alivian ese tipo de inflamación, pero te da pereza levantarte de la silla, ir hasta la cocina.
Estela sigue cosiendo en el patio entoldado. Admiras su habilidad: en un santiamén concluye una vistosa solera, o entalla a la perfección una de tus camisas. A la pobre ya no le queda bien ningún vestido de los que usaba el verano pasado. Cuánto voy a extrañarla. De chicos, éramos inseparables.
Cierras los ojos, aspiras profundamente el perfume de agua de Colonia en tu pañuelo y como tantas veces vuelves a decirte, con rencor, que Estela no debió casarse, que merecía un hombre distinto, más ambicioso que Andrés. Se lo repetí hasta el cansancio: sos joven y bonita, ¿qué apuro tenés en casarte? Pensalo bien, Estela. Andrés es poca cosa para vos. No me hizo caso, de puro romántica. ¿Qué ganó con encapricharse? Un marido buen mozo, es cierto, pero en lo demás un perfecto don Nadie.
Recuerdas que el día que Estela anunció su casamiento resolviste, como ahora, preparar tu valija y marcharte de la provincia. No querías ser un intruso en su vida. Que se quedara ella con su galán, su cintillo de chispitas y su torta de bodas de tres pisos, regalo del padre de Andrés, ese gallego peludo como un oso y sin modales de ninguna especie. Partirías solo. El mundo era grande, lleno de aventuras. Te ahorrabas así el disgusto de ver a Estela convertida en una vulgar ama de casa. ¿Para eso habían hecho juntos tantos proyectos? Le dejabas de recuerdo el atlas universal cuyas láminas en colores habían mirado ávidamente, soñando con visitar países exóticos. También recuerdas que Estela, al saber que partías, no pudo contener sus lágrimas, y que después de un angustioso silencio ambos se abrazaron y lloraron desconsolados. Hicieron las paces. Fuiste el padrino de la boda. Tu entrada al templo, del brazo de Estela, provocó un murmullo de admiración en la concurrencia: novia y padrino eran un mismo ángel ambiguo desdoblado en una pareja de luminosos adolescentes.
Ahora piensas que hiciste mal en dejarte conmover por el llanto de Estela y desistir del viaje, pero que aún no es tarde, que podrás reparar aquella equivocación. Anoche, mientras estabas acostado en la galería, decidiste abandonar tu casa para siempre. Escaparías de esa red de frustración e incertidumbre en la que te sentías, te sientes atrapado. Me traicionó al casarse con Andrés. Habíamos pensado vender el chalet y el lote del fondo después de la muerte de mamá, y con ese dinero irnos de esta ciudad horrorosa.
¿Justificaba el amor una vida de privaciones, de atroz monotonía? No comprendes que una persona como Estela pueda resignarse al tedio de la vida conyugal, a la esclavitud de los quehaceres domésticos. El matrimonio la había cambiado: desprolija y grotesca, con su barriga a cuestas, su vida se limitaba a ir al mercado, cocinar, esperar la llegada de su marido. Tanto afanarse para halagar a ese bruto que con la salud que tiene sería capaz de digerir piedras, sueles decirte al verla en la cocina, pendiente del cocimiento de una salsa, o del calor del horno. Estela no era la misma de antes; había perdido su gracia, su imaginación, y lo peor: conversaba amigablemente con las mujeres del vecindario, esas arpías deslenguadas, calumniadoras.
Te meces en la silla de hamaca; sientes el deseo de abandonarte al sopor de la siesta como el gato plácidamente echado en un almohadón, al pie de tu cama. Pero te sobrepones a la lasitud que te invade: debes prepararte para el viaje, te incorporas de un salto; vas hasta el ropero y sacas de allí una valija que abres sobre el piso y empiezas a llenar de ropa. Vacilas en llevar tu sobretodo; finalmente decides no hacerlo: tiene un corte pasado de moda.
Antes de cerrar la valija, acomodas con prolijidad aquellos recuerdos que guardas como si fueran un tesoro y que, según piensas, te ayudarán a soportar la soledad de tu largo destierro: un alhajero de bronce con tapa de cristal que perteneció a tu madre, un álbum de fotografías y el tocado de azahares artificiales que llevó Estela el día de su boda.
Ella y Andrés deberán ignorar tu partida. Me iré de madrugada; dejaré unas líneas en la cocina para que Estela las vea cuando prepare el desayuno.
Temeroso de que Estela aparezca en tu cuarto con una taza de café o con un vaso de jugo de naranja, ocultas la valija debajo de la cama. Luego vuelves a sentarte en la silla de hamaca. El gato, en el almohadón, se despereza, arquea el lomo, da unos pasos y salta a tus rodillas. Minino precioso, mimoso. Tus dedos acarician el cuerpo elástico y suave del gato mientras oyes, con un sobresalto, el ruido de la motoneta de Andrés que vuelve de su trabajo; el chirrido del portón al abrirse; sus pasos que resuenan en los mosaicos del patio.
No necesitas esforzarte mucho para imaginar la escena que ocurre afuera: es la misma de todos los días. Andrés deja colgada su campera de nylon en la percha del vestíbulo y va al encuentro de Estela, que terminó de coser su batón y lo espera para servirle el almuerzo. Andrés sonríe, se acerca a ella y la levanta en vilo con sus brazos poderosos. Estela simula fastidiarse por esas efusiones, nada apropiadas para una mujer en el quinto mes de su embarazo.
Sí, también a vos te voy a extrañar, minino adorado. El gato ronronea y se abandona voluptuosamente a tus caricias; los párpados son dos hendijas oblicuas por donde apenas asoma el fulgor amarillo verdoso de sus ojos. Como Andrés. Prefiero no recordar.
Pero no puedes menos que recordar. Anoche soplaba un poco de aire fresco en la galería cuando te aproximaste a la estera, cercana a la tuya, donde estaba acostado Andrés. Con el corazón palpitante, venciendo el temor y la repugnancia que te dominaban, tu mano avanzó en la oscuridad. Creíste que ibas a morir de desesperación cuando se posó en la tupida y cálida vellosidad de su pecho. No se movió. ¿Dormía profundamente, o fingía dormir? No lo sabes, prefieres no saber.