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Tengo una caja en forma de cajoncito. Me la compré sin proponerme darle utilidad alguna. De hecho cuando la vendedora me preguntó qué haría con ella le respondí que no tenía idea, que sólo estaba comprándola porque me parecía bonita y tenía ganas de tenerla. Después otras personas me hicieron la misma pregunta. “Me la compré porque me gusta. No la quiero usar, simplemente deseo tenerla y mirarla”.
La cajita fue un autoregalo en el día del niño. La llevé a casa y se la mostré a Pablo, con entusiasmo. Él me hizo la misma pregunta que todo el mundo, entonces agarré sus llaves, que fue lo primero que tenía al alcance de la mano, y las puse adentro del cajoncito de la cajita. Acordamos en ese momento que “serviría” para eso. En el fondo sabíamos que la caja “no sirve” para algo. Pero no parece ser sencillo resignarse a que hay objetos destinados a ser contemplados nada más que por su belleza.
En muy poco tiempo empecé a notar que mi entorno necesitaba fundamentos sólidos que defiendan y esclarezcan mi capricho de habérmela comprado. Mi amiga Simona, que todavía no tuvo la dicha de ver mi caja en persona, llegó a preguntarme: “¿por qué para vos es bonita?”. Y ahí sospeché por primera vez que a la caja no me la había comprado porque sí. ¿Me la compré para que mi entorno me empuje a reflexionar y a cuestionarme por qué lo hice?, ¿o para cuestionarme si realmente necesito andar dando respuestas que escapan a mí? Sea como fuere, ya dejé de recordar porqué mi caja es bonita para mí. Tal vez jamás se trató de una compra hecha racionalmente. De todos modos a Simona le generó inquietudes lo de mi cajita, y lo tomó como una introducción para todo lo que me puse a contarle después.
Le hablé sobre mi pena. Hacía pocos días se había perpetrado un doble homicidio que me tocaba de cerca. Una de las víctimas es alguien importante para mí. Se llamaba Marcelo y lo había apuñalado en su casa un chico que siempre me cayó muy mal y que era amigo suyo. Él con la ayuda de otro chico más, que no conozco y es menor de edad. Ambos, además de matar a Marcelo, también mataron a un chico que estaba ahí con Marcelo. Yo no lo conozco a ese chico. A ese lo mataron a golpes. Después le sacaron cosas, electrodomésticos, guardaron todo en el auto de Marcelo, se llevaron el auto, lo abandonaron al auto en la calle, a quince cuadras de la casa, se tomaron un taxi, cargaron los electrodomésticos robados, más tarde fueron a un banco a operar con la tarjeta de débito de Marcelo, y ahí quedaron detenidos. Simona algo sabía, por mí, no por el diario, porque la noche que volví del velatorio le mandé watsapp, y los leyó al día siguiente.
Mi necesidad de ir al velatorio fue inmediata al enterarme de la noticia y esforzarme en digerirla. Sentía un millón de cosas al mismo tiempo, y entre todas esas sobresalía una: hay que cerrar esa historia, porque esta vez no queda otra. Lo único definitivo que tiene la vida es la muerte, pensaba, todo lo demás se puede charlar, transformar, rehacer. Para mí la muerte es una clausura absoluta. Es el comienzo de la nulidad total de oportunidades. Lamentablemente no sé si quiero entenderlo de otra forma. Si mal no recuerdo Simona me dijo que eso es un mecanismo de defensa. Entonces yo le pregunté ¿defensa de qué?, y ella me respondió que le sonaba llamativo la naturalidad con la que le relataba el asesinato, que por cierto, abruma por su grado excesivo de brutalidad. “A los putos nos matan así, despedazándonos los cuerpos. Pasa lo mismo con las mujeres, y con toda persona no heterosexual. Al respecto, creo que era Modarelli el que decía que cuando se mata a una marica, en lugar de buscar tan solo matar a una persona, es como si se buscara extinguir una especie, y por eso tanta saña”.
Marcelo no murió, sino que lo mataron… ¿Cuál sería la diferencia? Que no iba a morir. Esa era la primera parte de mi postura. Se la desarrollaba a mi amiga Simona haciendo hincapié en los aspectos positivos y saludables de Marcelo para consigo mismo, por ejemplo su buen humor, su afición al deporte, su responsabilidad con la salud, sus proyectos, etc. No iba a morir si no lo mataba ese chico que por suerte está detenido. Pero la historia no se termina en su detención, y ahí mi bronca. Según lo que me había dicho un amigo que es amigo de una abogada, para determinar que un crimen fue homófobo se requieren de pericias psicológicas, y eso no implica un proceso ni muy simple ni muy ágil. “Se habla de que fue un robo, y aparejado a eso se habla de inseguridad, y aparejado a eso se habla de las elecciones, y aparejado a eso se habla de corrupción, y aparejado a eso se habla de policías… Entonces es así como se termina no hablando de lo que pasó, y encubriendo una problemática social murmurada por lo bajo, como un tema tabú, desde hace décadas: qué hacer con los crímenes de odio”.
Como Marcelo no iba a morir, yo albergaba una esperanza y un deseo de decirle que estaba todo bien, que si nos cruzábamos por ahí nos saludemos, que lo que pasó antes es parte de un pasado superado, demasiado lejano. Y me imaginaba esa “reconciliación” en un café, en el centro, de día. Un café breve. Un café sin mucho para hablar. Un café medio al pedo, pero al mismo tiempo necesario. Así lo había fantaseado luego de reconstruirme, de sanar mis heridas, y de entender que las historias no se terminan realmente cuando uno cree haberlo decidido. Creía que me podía tomar ese café cuando se me cantara la gana, y no, no era tan así, o no iba a serlo. Iba a serlo, y alguien que no es ni Marcelo ni yo, decidió que no. “Fue arrebatado no tan sólo de vos, Fabri, sino de todos sus vínculos”, me supo decir mi amigo, el de la amiga abogada. ¿Entonces cuál es la diferencia entre que haya muerto y que lo hayan matado?, me preguntó, más acá en el tiempo, Simona. Le respondí lo primero que se me vino a la cabeza: “la diferencia es que si no lo mataban nos hubiésemos tomado ese café y hubiésemos podido hablar”. Porque no sé qué hacer ahora con tanto mensaje atragantado…
No sé por qué me costaba tanto hablar con Marcelo. Supongo que tenía que ver con una cuestión de inmadurez mía y no con él. Me costaba sincerarme verbalmente. En su momento llegué a escribir una novela secreta titulada “La calle no muerde”. La escribí hace siete años, cuando tenía todo muy fresco y Marcelo era cotidiano a mí. Hace siete años que no lo es. Fue una decisión tomada de mi parte. La idea de terminar esa novela era poder imprimirla, guardarla en un sobre de color madera, y dejársela debajo de la puerta de su casa. Leerla le serviría para entender con claridad mis emociones y pensamientos en esos momentos en los que él sabía que yo no estaba bien, pero no podía hacer nada al respecto. “Los demás no viven en tu cabeza, por eso tenés que hablar, y hablar a tiempo, para expresar todo lo que te pasa, y sobre todo quién sos”. A mí no me salió hablar, pero me salió escribir. Le puse “La calle no muerde” porque fue una frase que me dijo al oído durante un abrazo de despedida en la vereda de su laburo, cerca de donde yo vivía antes. La terminé donde creía que se tenía que terminar, y nunca se la hice leer. No sé si hice bien o mal. La historia siguió, aunque yo renuncié a seguir escribiéndola, es decir, después del “fin”, surgieron nuevos capítulos no escritos, reforzando esa idea de que vivir es protagonizar una novela en construcción. Antes de que me hayan dicho que a Marcelo lo asesinaron, yo pensaba que a lo mejor podrían haber más capítulos por vivir. ¿Qué le hubieses dicho en ese café, aparte de que estaba todo bien ya entre ustedes?, me preguntó Simona. No lo sé, le dije. Ese diálogo ni siquiera estaba del todo escrito en mi imaginación.
Se puede tratar de decir todo, pero nunca se dice todo. Mi sensación es la de no haber tratado ni siquiera. Procrastiné mis dichos, como si Marcelo fuese a vivir para siempre. Con más razón me daba bronca el encubrimiento, sus amigos hablando de robo, de inseguridad, de dios, de descansar en paz, reproduciendo un discurso negador, cínico, como el de los informativos, cuando todos estamos sabiendo qué fue lo que pasó. Lo único que les salió a los asesinos como ellos querían fue matar. Después hicieron mal todo. Fueron a matar, no a robar, por eso no robaron y en lugar de eso, mataron. Como fueron a matar algo más que una persona, el grado de ensañamiento fue el morbo del que se alimentó mucha gente al día siguiente, gracias a locutores de noticieros diciendo: “por respeto a los familiares de las víctimas, no vamos a describir las características del homicidio ni en qué condiciones fueron encontrados los cuerpos”.
Me autoboicotee la tarde entera para ir al velatorio. Fui gracias a la ayuda de Pablo, que me acompañó hasta la antesala. “Necesito cerrar la historia”, le dije, y era contradictorio porque yo sabía que ya había sido cerrada, y no por mí. Esta vez lo mataron, pensé camino hacia su cajón, y recordé aquella vez que me contó cuando una gitana le había dicho que por su fecha de nacimiento moriría en un accidente, y que posiblemente sería en un viaje. Al llegar me encontré con un cajón cerrado, y un portarretratos con una foto suya acomodada sobre el cajón. No podía creerlo. Miré su sonrisa, nos miramos, y tuve que mirar hacia otro lado. Me sofoqué, empecé a transpirar. Aguanté lo más que pude, puse mi mano sobre el cajón, miré la foto, y le dije mentalmente… ya no recuerdo qué, pero de seguro algo bueno. Seguro le dije “te quise mucho, qué bien salís en esta foto”. Tenía una sonrisa picarona que me resultaba tortuoso contemplar, pero lo hacía, lo miraba, y me imaginaba que me decía a través de esa foto: “¿viste Fabri?, yo sabía que ibas a venir. Perdón por todo lo que pasó, nunca quise que sufrieras. Ahora tampoco, por eso me ves así. No iba a permitir que te quedes con una imagen mía que no sea estando vivo, muy vivo, como antes, porque lo que está ahí adentro ya no soy yo”.
Pablo me abrazó mucho durante la vuelta a casa. Lloré hasta el dolor de cabeza. Todo un viaje de lágrimas en colectivo. Y ahí le mandé los whatsapp a Simona, que después en persona me preguntó: ¿qué sentiste cuando viste esa foto? Que estaba bonito, le respondí. Bonito como la caja que te compraste, me dijo. Para mí no había relación alguna entre una cosa y la otra. Me empezaste hablando de una caja y me terminaste hablando de un cajón, me dijo. Yo creo que el homicidio de Marcelo es un caso por el que hay que salir a la calle y marchar y eso es algo que por mi estado aún no voy a poder hacer, le dije, y ella me dijo que no es que no pueda, sino que he decidido no hacerlo, pero antes de decirme eso me dijo: “¿salir a la calle? quiero leer “La calle no muerde”. Después me dijo que para ella la caja es parte de todo el relato sobre Marcelo, que no la puede disociar de eso, y que quizás una posible “utilidad” para darle, fuera guardar ahí. Guardar… Guardar todo. Guardar esos mensajes no verbalizados, guardar las memorias, guardar toda la parte inmaterial de la historia. Usar mi cajita para guardar ahí todo lo que le conté desde que nos sentamos en el bar. Guardarme. Yo le dije que ya no podía seguir guardando, porque había guardado mucho, y el mensaje me rebalsaba, como si quisiese escaparse de mí, pero sin Marcelo no tiene adónde. Y Marcelo ya no existe, ni en mi caja, ni en su cajón. Por suerte no sé lo que es una imagen suya sin vida. Nunca lo sabré. Creo que la noche que entré a su velatorio fue para verlo muerto, y en lugar de eso terminé viendo lo máximo que podría llegar a soportar: un cajón cerrado con una foto suya en un portarretratos arriba del cajón. ¿Y qué si lo hubiera visto muerto?, ¿a caso la muerte es tan poderosa como para acabar con todo lo que se tenía para decir? ¿Realmente es tan poderosa la muerte?
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